De pronto Krash ¡el Fitito no estaba!

El Fitito.

Cómo no amar a ese Fitito. Era medio naranja, un naranja que solo se puede describir como naranja Fitito. Tenía algo que lo convertía en el mejor auto del universo: estaba a mi disposición. Ese verano en el campo lo disfruté al máximo, sobre todo en mis excursiones al pueblo con mi amigo Alfredito.

Estacionábamos en la puerta del pub, con la puerta abierta y la música sonando. Nosotros sentados en una mesa, en la vereda, acompañados por otros amigos y a veces por amigas con las que teníamos intenciones.

Éramos muy amigos de los paisanos, y algunos de esos paisanos eran pesados de verdad, cuchillo, facón y una puñalada de ventaja. Eso nos daba inmunidad y cierta pertenencia. Los paisanos eran la razón por la que no nos cagaban a trompadas. Éramos habitantes de la frontera, ni de aquí ni de allá.

Esa noche transcurrió como tantas otras, primero canchereando de más en el pub, de ahí al boliche bailable a tratar de concretar las conquistas, por lo general con suerte dispar. Tragos, baile y sentirse playboy, sin considerar que el pueblo no llegaba a los dos mil habitantes.

Cuando emergimos con Alfredito de nuestro amado “Krash”, así se llamaba el boliche, el Fitito había desaparecido. No estaba. Se había hecho humo. ¿Un robo? En ese pueblo y en esos años era absolutamente imposible. Estuvimos horas buscándolo. A eso de las siete, ya clareando, lo encontramos en el baldío de la esquina. Los paisanos lo habían levantado entre cuatro y lo habían metido entre los pastizales.