Mientras entraba a la recta principal del circuito de La Plata, un chaparrón violento bañó la pista. El auto se convirtió en un tejo que viajaba sin control por el pasto y yo en un simple pasajero y espectador preocupado que veía acercarse el muro de contención, a la espera del choque inevitable. El auto decidió parar a centímetros de la pared y quedó encajado en el barro. Fin de la clasificación para mí. Me enojé conmigo, pero era consciente de mi poca responsabilidad. La goma de piso seco y la lluvia no se llevan bien. Me saqué el casco y escuché el primer “¡Téro!” luego otro y otro más. Al lado de mi puerta, dos teros enojadísimos me hacían notar con sus espolones que no había destrozado su nido por milímetros. Encendí de nuevo el motor para espantarlos, y así bajar tranquilo del auto. El rugido del V8  los enojó más. Apagué el motor e intenté bajarme por el otro lado pero había una laguna que parecía profunda. Volví a enfrentar a los teros, me bajé con un salto aparatoso esquivando el nido, pero papá tero se sintió intimidado y se me vino al humo. Corrí. Habré dado cinco pasos y me detuve, dejar el auto así me hizo sentir cobarde y  traidor. Giré para ver mi auto abandonado y solo vi al tero en vuelo rasante decidido a atacarme, parecía un avión caza. Me puse el casco para protegerme e intenté una defensa  revoleando mis guantes de piloto como si fueran unas espadas fláccidas,  en un ballet torpe y a la vista de todos. No sé si mi huida final fue por los teros o por el espectáculo ridículo que estaba ofreciendo. Si no fue suficiente perder el auto y ser atacado por teros, al llegar a boxes los gritos y risotadas generales terminaron de golpear mi ego. Era el golden boy de las pistas, y en segundos me convertí en un boludo embarrado, mojado, sin auto y despreciado por los pájaros. 

@fototillous


0 comentarios

Deja una respuesta

Marcador de posición del avatar

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *